Diego nunca imaginó que portaría un arma.
No lo pensó cuando niño, o durante un tiroteo fuera de su casa en el área de Chicago. Tampoco a los 12 años, cuando uno de sus amigos fue baleado.
La mente de Diego cambió a los 14, cuando él y sus amigos estaban listos para ir a la vigilia de Nuestra Señora de Guadalupe. Esa noche, en lugar de cánticos religiosos, escuchó disparos y gritos. Un pandillero le había disparado a dos personas, una de ellas un amigo suyo, quien recibió nueve balazos.
“Mi amigo se estaba desangrando”, dijo Diego, quien le pidió a KHN no utilizar su apellido para proteger su seguridad y privacidad. Mientras su amigo yacía en el suelo, “se estaba ahogando en su propia sangre”.
El ataque dejó al amigo de Diego paralizado de la cintura para abajo. Y a Diego, uno de un número creciente de adolescentes que son testigos de la violencia armada, traumatizado y con miedo de salir a la calle sin un arma.
Investigaciones muestran que los adolescentes expuestos a la violencia armada tienen el doble de probabilidades que otros de cometer un delito violento grave dentro de los dos años luego del trauma, lo que perpetúa un ciclo difícil de romper.
Diego pidió ayuda a sus amigos para tener una pistola y, en un país sobrecargado con armas de fuego, no tuvieron problemas para conseguirle una, que le dieron gratis.
“Me sentí más seguro con el arma”, dijo Diego, que ahora tiene 21 años. “Esperaba no usarla”.
Durante dos años, Diego mantuvo el arma solo como elemento de disuasión. Cuando finalmente apretó el gatillo, cambió su vida para siempre.
Tendencias inquietantes
Los medios de comunicación se centran en gran medida en los tiroteos masivos y el estado mental de las personas que los cometen.
Pero hay una epidemia mucho mayor de violencia armada —particularmente entre los jóvenes negros no hispanos, hispanos (que pueden ser de cualquier raza) y nativos americanos— que atrapa a muchos que ni siquiera tienen edad suficiente para obtener una licencia de conducir.
Estudios muestran que la exposición crónica al trauma puede cambiar la forma en que se desarrolla el cerebro de un niño. El trauma también puede desempeñar un papel central en la explicación de por qué algunos jóvenes buscan protección en las armas y terminan usándolas contra sus compañeros.
La cantidad de niños menores de 18 años que mataron a alguien con un arma de fuego aumentó de 836 en 2019 a 1,150 en 2020.
En la ciudad de Nueva York, la cantidad de jóvenes que mataron a alguien con un arma aumentó más del doble, pasando de 48 delincuentes juveniles en 2019 a 124 en 2022, según datos del departamento de policía de la ciudad.
La violencia armada juvenil aumentó más modestamente en otras ciudades; en muchos lugares, la cantidad de homicidios de adolescentes con armas de fuego subió en 2020, pero desde entonces se ha acercado a los niveles previos a la pandemia.
Investigadores que analizan las estadísticas del crimen enfatizan que los adolescentes no están impulsando el aumento general de la violencia armada, que ha aumentado en todas las edades. En 2020, el 7,5% de los arrestos por homicidio involucraron a menores de 18 años, una proporción ligeramente menor que en años anteriores.
A líderes locales les cuesta encontrar la mejor manera de responder a los tiroteos adolescentes.
Un puñado de comunidades, incluidas Pittsburgh; el condado de Fulton, en Georgia; y el condado de Prince George, en Maryland, han debatido o implementado toques de queda juveniles para frenar la violencia adolescente. Lo que no está en discusión: más personas de 1 a 19 años mueren por violencia armada que por cualquier otra causa.
Una vida de límites
El número devastador de la violencia armada se revela a diario en las salas de emergencia.
En el centro de trauma de UChicago Medicine, la cantidad de heridas de bala en menores de 16 años se ha duplicado en los últimos seis años, dijo el doctor Selwyn Rogers, director fundador del centro. La víctima más joven tenía 2 años.
“Escuchas a la madre gemir o al hermano decir: ‘No es cierto’”, dijo Rogers, quien trabaja con jóvenes locales como vicepresidente ejecutivo del hospital para salud comunitaria. “Tienes que estar presente en ese momento, pero luego salir por la puerta y lidiar con todo de nuevo”.
En los últimos años, el sistema judicial ha luchado por equilibrar la necesidad de seguridad pública con la compasión por los menores, según investigaciones que muestran que el cerebro de una persona joven no madura por completo hasta los 25 años.
La mayoría de los delincuentes jóvenes “superan la edad” del comportamiento delictivo o violento casi al mismo tiempo, a medida que desarrollan más autocontrol y habilidades de pensamiento de largo alcance.
Sin embargo, los adolescentes acusados de tiroteos a menudo son enjuiciados como adultos, lo que significa que enfrentan castigos más severos, dijo Josh Rovner, director de justicia juvenil en Sentencing Project, que aboga por la reforma del sistema judicial.
En 2019, aproximadamente 53,000 menores fueron acusados como adultos, lo que puede tener graves repercusiones para la salud. Estos adolescentes tienen más probabilidades de ser victimizados mientras están presos, dijo Rovner, y de ser arrestados nuevamente después de quedar libres.
Los jóvenes pueden pasar gran parte de sus vidas en un “aislamiento” impuesto por la pobreza, sin aventurarse más allá de sus vecindarios, aprendiendo poco sobre las oportunidades que existen en el resto del mundo, dijo Rogers. Millones de niños estadounidenses, en particular niños negros no hispanos, latinos y nativos americanos, viven en entornos plagados de pobreza, violencia y consumo de drogas.
La pandemia de covid-19 amplificó todos esos problemas, desde el desempleo hasta la inseguridad alimentaria y de vivienda.
Aunque nadie puede decir con certeza qué provocó el aumento de tiroteos en 2020, la investigación ha relacionado durante mucho tiempo la desesperanza y la falta de confianza en la policía, que aumentó después del asesinato de George Floyd ese año, con un mayor riesgo de violencia comunitaria.
Las ventas de armas se dispararon un 64% entre 2019 y 2020, mientras que se cancelaron muchos programas de prevención de la violencia.
Una de las pérdidas más graves que enfrentaron los niños durante la pandemia fue el cierre de las escuelas durante un año o más, justamente las instituciones que proporcionan tal vez la única fuerza estabilizadora en sus jóvenes vidas.
“La pandemia encendió el fuego debajo de la olla”, dijo Elise White, subdirectora de investigación Center for Justice Innovation, un entidad sin fines de lucro que trabaja con comunidades y sistemas de justicia. “Mirando hacia atrás, es fácil restar importancia ahora a lo incierto que se sintió ese momento [de la pandemia]. Cuanto más insegura se sienta la gente, cuanto más sientan que no hay seguridad a su alrededor, más probable es que porten armas”.
Por supuesto, la mayoría de los niños que experimentan dificultades nunca infringen la ley. Múltiples estudios han encontrado que la mayor parte de la violencia armada es perpetrada por un número relativamente pequeño de personas.
Incluso la presencia de un adulto solidario puede proteger a los niños de involucrarse en la delincuencia, explicó el doctor Abdullah Pratt, médico de emergencias de UChicago Medicine que perdió a su hermano por la violencia con armas de fuego.
Pratt también perdió a cuatro amigos por la violencia con armas durante la pandemia. Los cuatro murieron en su sala de emergencias; uno era el hijo de una enfermera del hospital.
Aunque Pratt creció en una parte de Chicago donde las pandillas callejeras eran comunes, se benefició del apoyo de padres amorosos y fuertes modelos a seguir, como maestros y entrenadores de fútbol americano. A Pratt también lo protegió su hermano mayor, quien lo cuidaba y se aseguraba de que las pandillas dejaran en paz al futuro médico.
“Todo lo que he podido lograr”, dijo Pratt, “es porque alguien me ayudó”.
Crecer en una “zona de guerra”
Diego no tenía adultos en casa que lo ayudaran a sentirse seguro.
A menudo, sus propios padres eran violentos. Una vez, en un ataque de ira por la borrachera, su padre lo agarró por la pierna y lo zarandeó por la habitación, contó Diego; y su madre una vez le arrojó una tostadora a su padre.
A los 12 años, los esfuerzos de Diego para ayudar a la familia a pagar las facturas atrasadas —vendiendo marihuana, y robando autos y apartamentos— llevaron a su padre a echarlo de la casa.
A los 13 años, Diego se unió a una pandilla del barrio. Los pandilleros, que contaron historias similares sobre huir del hogar para escapar del abuso, le dieron comida y un lugar para quedarse. “Éramos como una familia”, dijo Diego. Cuando tenían hambre y no había comida en casa, “íbamos juntos a una gasolinera a robar algo de desayuno”.
Pero Diego, que era más pequeño que la mayoría de los demás, vivía con miedo. A los 16, pesaba solo 100 libras. Los chicos más grandes lo intimidaban y lo golpeaban. Y su exitosa actividad, vender mercadería robada en la calle por dinero en efectivo, llamó la atención de pandilleros rivales, quienes amenazaron con robarle.
Los niños que experimentan violencia crónica pueden desarrollar una “mentalidad de zona de guerra”, volviéndose hipervigilantes ante las amenazas, a veces sintiendo peligro donde no existe, dijo James Garbarino, profesor emérito de psicología en la Universidad de Cornell y la Universidad de Loyola-Chicago.
Los niños que viven con miedo constante tienen más probabilidades de buscar protección en las armas de fuego o en las pandillas. Se puede activar para que tomen medidas preventivas, como disparar un arma sin pensar, contra lo que perciben como una amenaza.
“Sus cuerpos están constantemente listos para pelear”, dijo Gianna Tran, subdirectora ejecutiva del East Bay Asian Youth Center en Oakland, California, que trabaja con jóvenes en riesgo.
A diferencia de los perpetradores de tiroteos masivos, que compran armas y municiones porque tienen la intención de asesinar, la mayor parte de la violencia adolescente no es premeditada, dijo Garbarino.
En las encuestas, la mayoría de los jóvenes que portan armas, incluidos los pandilleros, dicen que lo hacen por miedo o para disuadir ataques, en lugar de perpetrarlos. Pero el miedo a la violencia comunitaria, tanto de los rivales como de la policía, puede avivar una carrera armamentista urbana, en la que los menores sienten que solo los tontos no portan armas.
“Fundamentalmente, la violencia es una enfermedad contagiosa”, dijo el doctor Gary Slutkin, fundador de Cure Violence Global, que trabaja para prevenir la violencia comunitaria.
Aunque un pequeño número de adolescentes se vuelven duros y despiadados, Pratt dijo que ve muchos más tiroteos causados por la “pobre resolución de un conflicto” y la impulsividad de los adolescentes en lugar de un deseo de matar.
De hecho, las armas de fuego y un cerebro adolescente inmaduro son una mezcla peligrosa, enfatizó Garbarino. El alcohol y las drogas pueden aumentar el riesgo. Cuando se enfrentan a una situación potencialmente de vida o muerte, pueden actuar sin pensar.
Cuando Diego tenía 16 años, estaba acompañando a una niña a la escuela y se les acercaron tres jóvenes, incluido un pandillero, quien, usando un lenguaje obsceno y amenazante, le preguntó a Diego si también estaba en una pandilla. Diego dijo que trató de pasar de largo, y uno de ellos parecía tener un arma.
“No sabía cómo disparar un arma”, dijo Diego. “Solo quería que huyeran”.
En las noticias sobre el tiroteo, testigos dijeron que escucharon cinco disparos. “Lo único que recuerdo es el sonido de los disparos”, dijo Diego. “Todo lo demás fue en cámara lenta”.
Diego había disparado a dos de los muchachos en las piernas. La niña corrió por un lado y él por otro. La policía lo arrestó en su casa unas horas después. Fue juzgado como adulto, condenado por dos cargos de intento de homicidio y sentenciado a 12 años.
Una segunda oportunidad
En las últimas dos décadas, el sistema judicial ha realizado cambios importantes en la forma en que trata a los niños.
Los arrestos de jóvenes por delitos violentos bajaron dramáticamente un 67% entre 2006 y 2020, y 40 estados han hecho que sea más difícil acusar a menores como adultos.
Los estados también están adoptando alternativas a la cárcel, como hogares grupales que permiten a los adolescentes permanecer en sus comunidades, al tiempo que brindan tratamiento para ayudarlos a cambiar su conducta.
Debido a que Diego tenía 17 años cuando fue sentenciado, fue enviado a un centro de menores, donde recibió terapia por primera vez.
Diego terminó la escuela secundaria mientras estaba tras las rejas, y obtuvo un título de un colegio comunitario. Con otros jóvenes reclusos fue de excursión a teatros y al acuario, lugares en los que nunca había estado. La directora del centro de detención le pidió que la acompañara a eventos sobre la reforma de la justicia juvenil, donde lo invitaron a contar su historia.
Para Diego, esas fueron experiencias reveladoras: se dio cuenta de que había visto muy poco de Chicago, a pesar de que había pasado su vida allí.
“Mientras estás creciendo, lo único que ves es a tu comunidad”, dijo Diego, quien fue liberado después de cuatro años, cuando el gobernador conmutó su sentencia. “Asumes que el mundo entero es así”.
La editora de datos de KHN Holly K. Hacker y la investigadora Megan Kalata contribuyeron con este informe.
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